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5 jul 2014

Cuarenta y tres puestas de sol.



Una vez leí que había que ver cuarenta y tres puestas de sol para dejar de estar triste.
Que los gatos tienen siete vidas por si se enamoran seis.
Que Gran Vía es demasiado bonita como para enamorarse.
Y que en los bares aparte de olvidar, también se bebe.
Que en los tejados los suicidas también han hecho el amor.
Que bajo los párpados se ahogan barcos de papel. Y que no se nadar.


A veces sacaba a bailar a su niña interior, bailaba su canción favorita, descalza y sin bragas.
Y se ahorcaba en las sábanas cada vez que escribía.

Creía que el azul era un color cálido, que el mar no tenía fondo y por eso dolía. Y que los horizontes eran como poesía pero sin orgasmo.

Era como un cementerio, por las flores y eso, y un suicidio por dentro.
Decía que la primavera era demasiado puta, y que las margaritas no se deshojan, que es mejor no querer, para no hacerse daño lamiendo heridas.


Se perdía por una boca, que no era la del metro, y se corría con Baudelaire porque decía que hacer el amor dolía una puta barbaridad.
Y que ya había visto a demasiada gente irse mucho antes de haber llegado.

Y que prefería eso de morir por la poesía...

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